La izquierda no es Fichte o Kierkegaard o Locke, ni siquiera
Platón. La izquierda es Marx y su maestro de ceremonias Lenin.
Luego están Engels o Gramsci o la Kolontai y tantos y tantos
oficinistas del racionamiento inevitable
incomprensiblemente justificados por una plétora de buenas intenciones. Meros
burócratas circunstanciales cuyos nombres sólo se manejan en cenáculos marxistas,
quizá por dar alegría a la doctrina y no aplanarse ante la tristeza y horror de
sus resultados. Algo nuevo en apariencia
es ornato que contrarresta el grisor de la barbarie socialista.
¿Qué quiere la izquierda? La sociedad sin clases. La supresión
de las diferencias sociales sin importar el estado de necesidad en que el
residuo remanente constituya esa amalgama final. No importa la proliferación de
la miseria si, al final, todos son míseros. Es la prevalencia de la revancha frente a la excelencia. Con tal de que
desaparezcan los Ferrari no importa que la inmensa mayoría haya de vivir a base
de tofú, leche de soja y se desplace en bicicleta bajo el frio del invierno o
en la asfixiante canícula ecuatorial.
Nada importa la experiencia de siglos que nos remite a
comisarios políticos de rigurosa ortodoxia que, bajo cuerda, devienen
caprichosos sátrapas o pervertidos pederastas. No es obstáculo la represión de
toda manifestación intelectual o artística que se desvíe de la línea oficial de
los prebostes del Partido. El único
enemigo es el capital y la libertad de mercado, la herramienta: la
planificación.
¿En qué se parece la izquierda al Islam? Comparte alguno de sus
objetivos: la destrucción de Saitan, la abolición de la libertad de elección,
la sumisión a un estado teocrático previo al advenimiento de dar al islam,
cuando toda la tierra sea territorio del Islam y ser creyente sea la única forma de
ser, porque los infieles no serán. Quienes no crean en la senda luminosa pueden
ser exterminados en nombre de la causa. O conversos o suprimidos.
La izquierda piensa que en esta especie de joint venture con
el Islam, podrán deshacerse de los aspectos molestos de estos muchachos
neolíticos y girar hacia la dirección deseada una vez derrotado el mal
capitalista. Mientras tanto es menester caminar juntos por el camino del Bien,
que, como todo el mundo sabe, pasa por minar los fundamentos de este régimen
corrupto que nos circunda.
La señora Losada, de la que tanto aprendí cuando escribía en
LD fue, para mí, un referente en la percepción de la dimensión real de la
izquierda. Me sorprende que, en épocas tan recientes como 2001, todavía
estuviese abducida por los cantos de
sirena del Bien y la Virtud que la izquierda dice representar. Y esto no dice nada en contra de Dª Cristina,
cuya inteligencia y rigor admiro, sino en favor de la esencia estupefaciente
del marxismo.
¿Cómo un armazón de ideas que ha servido como subterfugio a
asesinos múltiples como el Ernesto Guevara, Fidel Castro o Robert Mugabe, o a genocidas como Mao, Pol Pot o Kim Jong Il
o su hijo puede fascinar a tantas personas decentes y honradas?
Pues lo hace. Recursivamente aparecen movimientos que,
tímidamente al principio por la vergüenza de verse identificados con los
comunistas (pasó con Fidel, con Chávez y está pasando con Podemos) y más
firmemente a medida que pasa el tiempo, vuelven a defender y ofrecer las
recetas que produjeron más de 100 millones de muertos. Y además,
paradójicamente, transmiten esta militancia como la máxima expresión de un
imperativo ético como contraposición a la degeneración burguesa que aqueja a
esta sociedad corrupta.
Y la gente les cree. Y yo les creí. Y Dª Cristina les creyó
hasta el año 2001.
Si esto ha pasado corremos el riesgo de convertirnos en una
indistinta sopa primordial de socialdemocracia e islam. Delenda est Occidente
que, si no dijo Gluksmann, debió decirlo.